A una edad muy temprana, Patti Wilson recibió de su médico el diagnóstico de que era epiléptica. Su padre, Jim Wilson, sale a correr todas las mañanas. Un día, sonrió detrás de su ortodoncia de quince años y dijo:
-Papá, si hay algo que realmente me gustaría hacer, es correr contigo todos los días, pero me da miedo tener un ataque.
-Si te ocurre, yo sé cómo manejarlo, así que vamos a correr –le dijo el padre.
Es lo que empezaron a hacer todos los días. Significó para los dos, compartir una experiencia maravillosa y mientras corría no tenía ataques. Después de unas semanas, Patti le dijo a su padre:
-Papá, me encantaría batir el record femenino de carrera de larga distancia.
El padre chequeó el Guiness Book of World Records y encontró que lo más lejos que había llegado una mujer eran ciento veintiocho kilómetros. Cuando estaba en primer año del secundario, Patti anunció: “Voy a correr desde Orange County hasta San Francisco”. (Una distancia de seiscientos cuarenta kilómetros). “Al año siguiente –continuó- voy a correr hasta Portland, Oregon.” (Más de tres mil kilómetros). “Al año siguiente correré hasta St. Louis. (Unos cuatro mil kilómetros). “Después correré hasta la Casa Blanca:” (Más de seis mil kilómetros).
En vista de su deficiencia, Patti era tan ambiciosa como entusiasta, pero decía que, para ella, la desventaja de ser epiléptica era simplemente “una incomodidad!. No se concentraba en lo que había perdido, sino en lo que le había quedado.
Ese año, realizó su carrera a San Francisco con una remera que decía “I Love Epileptics”. Su padre corrió cada kilómetro a su lado, y la madre, enfermera, los siguió en una camioneta por si había alguna complicación.
En la clase de segundo año, los compañeros de Patti corrieron detrás de ella. Armaron un poster gigante que decía, “¡Corre, Patti, corre!” (Desde entonces es su lema y el título de un libro que escribió). En su segundo maratón, de camino a Portland, se fracturó un hueso del pie. Un médico le dijo que debía dejar de correr. “Tengo que ponerte un yeso en el tobillo para que no te quede un daño permanente.”
“Doctor, usted no entiende –le dijo-. Esto no es un capricho, ¡es una magnífica obsesión! No lo hago sólo por mí, lo hago para romper las
cadenas de los cerebros que limitan a tantos otros. ¿No hay alguna manera de que pueda seguir corriendo?”
Le dio una opción. Podía envolvérselo con algo adhesivo en vez de ponerle un yeso. Le advirtió que sería sumamente doloroso y le dijo: “Se te ampollará”. Le pidió al médico que se lo envolviera.
Terminó la carrera a Portland, completando su último kilómetro con el gobernador de Oregon. Tendría que haber visto los titulares: “Super corredora, Patti Wilson termina el maratón por la epilepsia el día que cumple diecisiete años”.
Después de cuatro meses corriendo casi constantemente desde la Costa Oeste hasta la Costa Este, Patti llegó a Washington y le estrechó la mano al Presidente de los Estados Unidos.
“Quería que la gente supiera que los epilépticos somos seres humanos normales, con vidas normales”, le dijo.
Conté esta historia en uno de mis seminarios no hace mucho tiempo y al terminar, se me acercó un hombre con los ojos llenos de lágrimas, me extendió su mano grandota y me dijo: “Mark, mi nombre es Jim Wilson. Usted hablaba de mi hija, Patti”. Me contó que gracias a sus nobles esfuerzos, se había reunido dinero suficiente para abrir diecinueve centros para epilépticos muy costosos en todo el país.
Si Patti Wilson puede hacer tanto con tan poco, ¿qué podemos hacer nosotros para superarnos estando perfectamente bien?
Mark V. Hansen
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